CUENTO DE NAVIDAD





Llevo varios días leyendo columnas sobre los Reyes Magos, cabalgatas, ilusiones infantiles, maquinaciones paternas para mantener el misterio de la noche más surrealista del año. Uno se cansa de leer casi siempre lo mismo. Es imposible no leer algo parecido en varios columnistas. Casi todos lo hacen con un tono de solapado desdén ante el acontecimiento. Claro, algo tan infantil les parece que no merece mucho la pena.
Pero casi nadie escribe sobre el día después. O sea, sobre el día en que hay que desmontar la Navidad y sacarla de la casa. El día que toca recoger las hojas del acebo y deshacerse del pino y sus adornos. Tampoco se escribe demasiado sobre ese día que toca volver a trabajar o a clase, según edades, y olvidar el fastuoso decorado que estas fiestas imponen.
Nunca he creído en síndromes posvacacionales, en depresiones posfiesta y movidas así. Pero, maldita sea mi suerte, desde hace más de cuarenta años no hay un siete de enero que no me despierte tristón, metafísico meditabundo, como AT contaba que hacía en Las Viñas antes de besar a M., despertar a la perra Mora y poner a todo volumen el “Ich habe genug”.
Corría el año 1974. Yo cursaba quinto de EGB y estaba interno en un colegio religioso regentado por frailes alemanes en un lugar idílico, a orillas del río Órbigo donde a la sombra de los chopos, abundaban las ranas, las truchas y los cangrejos de río. Nunca ha tenido León una gastronomía tan excelsa como la del desarrollismo y la primera transición. Una sopa de truchas, unas ancas de rana o unos cangrejos de río en salsa picante son platos casi desaparecidos pero que, como todo lo que hace hueco en la memoria, son muy difíciles de olvidar.







Yo estaba interno con 10 años y solo podía ir a casa en vacaciones. Eso sí mis padres vivían a 10 kilómetros del colegio y mi padre era el médico del mismo, lo cual me garantizaba verlo al menos dos veces a la semana cuando pasaba visita al alumnado, unos 150 chavales entre 8 y 16 años.







A un kilómetro del colegio por otra carretera, vivían mis padrinos; mi padrino era el médico del pueblo de al lado. Yo creo que acabé interno en ese colegio porque también se animó a irse allí JF, el hijo mayor de mis padrinos, ahijado de mis padres, amigo del alma y que tenía mi misma edad. A ambos, compañeros de juegos desde años atrás, nos sedujo la idea de estudiar juntos.
Para quién quiera hacerse una idea del internado, tout proportion gardé, que vea la película “Au revoir les enfants”, "Adiós, muchachos" de Louis Malle. Así era aquel internado nuestro, más o menos, estricto, riguroso pero de los mejor que he conocido en cuanto a la calidad del profesorado. Entre otros grandes profesores, nos daba deportes un  exfutbolista que había sido internacional juvenil con la selección alemana y eso tiraba mucho porque en la “Cultu” jugaba Marianín y toda la provincia era un puro fervor blanco.
Bueno, pues yo no sé qué pasó en las navidades del año 1974, que pasé en el pueblo natal de mi padre, entre Astorga y La Bañeza, rodeado de hermanos, tíos, abuelos, primos, amigos, matanzas, heladas, regalos de reyes y demás familia. 1974 fue mi “Amarcord” sin estanquera, mi “Papá está en viaje de negocios” sin que mi padre se rompiese la crisma contra un vaso de aguardiente, “Mi vida como un perro” sin amor loco. Pero sobre todo, en las navidades de 1974, lo he sabido con el tiempo, yo fui Léolo Lauzone sobre los hombros de mi padre. En aquel gélido diciembre de 1974, mientras ETA volaba el bar de la Calle Correo y Franco agonizaba, yo era feliz entre la niebla levítica leonesa, bajo los chupiteles de hielo que colgaban de los tejados y jugando al fútbol, siempre jugando al fútbol en las calles del pueblo donde hasta las piedras se quedaban pegadas al suelo por la helada.
Pero todo lo bueno se acaba. Y un día de enero, tras los Reyes, hubo que volver al internado. La primera noche se pasó como si nada. Solo con contarnos las vacaciones entre los más cercanos nos venció el sueño. Pero en la segunda noche ya no pegué ojo. ¿Por qué estaba en la cama a las nueve y media de la noche si hasta hacía unos días trasnochaba con los mayores jugando a la baraja? ¿En nombre de qué o de quién se me había confiscado la alegría que supone el hacer lo que te venga en gana durante casi tres semanas? El caso es que poco a poco la tristeza me fue venciendo. No entendía nada. Cada vez que veía a mi padre en su consulta del colegio quería irme con él a casa, en su Citroen GS Rojo, todo muy chabroliano, atravesando la ingrata tundra del páramo leonés. Empecé a llorar por la esquinas, a abandonar los deberes diarios, a provocar expulsiones de clase y demás barrabasadas. Poco a poco fui comentando lo que pasaba con JF, mi colega del alma, y me comprendió al instante. A él también le pasaba un poco lo mismo. ¿Qué hacemos tú y yo aquí con 10 años después de las vacaciones que nos hemos pegado?, nos preguntábamos ¿Quién se cree con el derecho de robarnos el tiempo pasado y no dejarnos seguir disfrutando de la vida y sus entrañas? Y así, una buena tarde, tras unas cuantas horas de llanto compartido y de acumular argumentos para justificarnos, decidimos escaparnos del internado. Como Puigdemont, nos fugamos. En aquel colegio de urdimbre tan germánica no era extraño que los alumnos más pequeños se escapasen. Pero eso pasaba en los primeros quince días de estancia. A octubre solo llegaban los buenos. En el fondo éramos como balseros. El que llegaba a octubre estaba en USA. Lo que era raro era escaparse tras haber pasado un primer trimestre sumamente divertido, como había sido nuestro caso.







Pues nos escapamos. Una fría noche de enero de 1975, oscura y desdentada, mi amigo JF y yo nos escapamos del colegio donde estábamos internos. Todo estaba calculado. Como no teníamos donde pasar la noche preferimos esperar a las cinco de la mañana. Así, protegidos por la oscuridad pero con el alba cercana no nos sería difícil irnos sin que nadie se enterase. Nuestra plan consistía en escaparnos, en desaparecer, sin más. O sea, que nuestros padres sufriesen y se preocupasen por nuestra ausencia: porque lo habíamos avisado, llorado y discutido muchas veces sin resultado. Nos fuimos sin lugar a donde ir, sin destino ni rumbo prefijado. Aún hoy puedo recordar cada paso que dimos. Aún hoy puedo recordar como cruzamos el puente sobre el río Órbigo, nuestro río Grande. Pero al otro lado no estaba California. Estaba Veguellina, con sus calles heladas, los camiones cargados de remolacha camino de la azucarera y los primeros viandantes por aquellas calles grises y apesadumbradas desayunando en las cantinas. El drama empezó a mascarse: a las nueve de la mañana ya no sabíamos a donde ir. Recuerdo que vimos acercarse a un coche de la Guardia Civil y que nos metimos en unas tierras de labranza cercanas donde había un gran tronco de árbol caído y hueco donde nos escondimos hasta que el peligro hubo pasado. Yo creo que aquella patrulla aún no sabía nada de nuestra desaparición pero a nosotros nos pareció que venían a buscarnos. Nunca he logrado saber con certeza qué hicieron nuestros padres al respecto. Si avisaron o no avisaron a los beneméritos. Prefiero no saberlo por no romper el encanto. Esperamos un par de horas más en el tronco del árbol. Barajamos hipótesis varias, algunas descabelladas. Pero hacia media mañana ya no podíamos ni con el alma. El frío, el hambre y el cansancio pudieron con nosotros. Y decidimos entregarnos. Todo fue muy fácil porque a 300 metros del árbol vivían mis padrinos. Y allí nos fuimos. Llamamos al timbre mirando fijamente al felpudo. Mi madrina, de quién siempre he tenido un recuerdo mágico porque siempre la recuerdo alegre, nos abrió la puerta. Nos echó una regañina que a mí me pareció más cariñosa que castigadora y nos puso un colacao con galletas, creo recordar. Y ahí se acabó la historia de ambos fugados en cuanto comando organizado. Con la promta llegada de mis asustados padres se decidió hacer con nosotros lo que con los presos etarras: dispersión carcelaria. Yo seguí en el internado, como medida extraordinaria, hasta fin de año, pero en régimen mediopensionista. O sea, que todas las noches mi padre surcaba el páramo para ir a buscarme y me llevaba a dormir a mi cama, a mi casa, a la habitación enmoquetada de azul que compartía con mi hermano.
La suerte de JF fue que no tuvo ni que volver al internado. Se matriculó en la escuela de su pueblo, a escasos metros de su casa y no volvió a saber más de misas ni de tablas gimnásticas inesperadas ni de tener que irse a la cama dos horas antes de cualquier otro chico de su edad. El tiempo nos ha separado pero seguimos en contacto. JF es ahora uno de los mejores médicos de una prestigiosa ciudad castellana. Cada vez que nos encontramos no podemos por menos de cruzar las miradas. Es la mejor manera de saber que seguimos vivos y que aquella fuga nos unió para siempre. Aunque apenas nos veamos.
Por eso, desde 1974, para mí desmontar la Navidad, volver a casa, la llegada del Nuevo Año, son fechas que me anegan de nostalgia. Tal vez sea la vida, la experiencia o mi trabajo. El hecho es que he acabado por creer que tras cada Navidad casi hay una mudanza. Y que no se puede manipular una bomba cargada de “inocencia” sin temor a que nunca pase nada. Y que nada hay más triste que un niño sin su esperado regalo de Reyes. Aunque ese regalo no sea algo material. A mí y a JF lo que nos hizo volver a casa no fueron los juguetes recibidos. Fue la opresiva y tristísima sensación de que en el internado nos faltaba la gente que nos quería y que nos estaba llevando hacia la vida en volandas.





(Dedicado a  Susana A., una de las mejores profesoras de las que tengo noticia, porque exige a todos sus alumnos que lean y comenten “Un cuento de Navidad”, de Dickens. EN FORMATO PAPEL )



This entry was posted on domingo, 7 de enero de 2018. You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0. You can leave a response.

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